EL PADRE QUE NO SABÍA JUGAR…

Erase una vez un padre que no sabía jugar.

De pequeño su infancia había sido la de un niño como otro cualquiera. Jugaba al fútbol con sus amigos, salía a correr y trotar por el campo, ponía petardos en el cole y  pegaba a sus hermanas.

En definitiva, un niño que había disfrutado de todas las cosas buenas que tiene la infancia.

Pero ese niño creció y se convirtió en un adulto cuya única preocupación era trabajo y orden, orden y trabajo. Estas dos palabras pasaron a ser su única prioridad.

Tenía el trabajo que siempre había deseado, una casa preciosa en el centro de la ciudad, un coche que era la envidia de todos sus amigos y una novia que bebía los vientos por él.

Pasaron varios años, el hombre se casó y tuvo dos hijos. Pensó que podría controlar su destino como lo hacía con su trabajo y con la vida que había llevado hasta ahora. Pero nada más lejos de la realidad.

La llegada de su primera hija trastornó todo su entorno. Su vida ordenada y tranquila se convirtió en un caos de pañales, papillas, biberones y noches sin dormir. Nunca había pensado que la paternidad era tan difícil y que su papel como padre cambiaba día a día.

Un día era que la niña se ponía mala y tenía que llevarla al médico, otro era que tenía cólicos y no dormía bien, enfermedades varias, guardería, primeros dientes, caídas, tropezones…..en fin, un cúmulo de despropósitos con los que su pacífica rutina.

Nunca pensó en los besos, los abrazos y los juegos con sus hijos. Ni por un momento pasó por su cabeza que el ser padre es un camino muy duro, lleno de problemas y responsabilidades pero a la vez de amor incondicional y de cariño hacia unas pequeñas personas que demandan unos sentimientos a los que él ya no estaba acostumbrado.

El nacimiento de su segundo hijo no mejoró la situación. El estrés y la angustia por no poder controlar y tener un orden en su vida hicieron de él una persona triste y amargada.

Los niños crecieron en un ambiente estricto en el que el orden y la rutina debían primar por encima de todo. Los pequeños seguían horarios estrictos, rutinas para el baño, comidas, actividades…. Con esto el padre podía controlar parte de la vida caótica que supone el tener un hijo.

Pasaron los años, los niños fueron creciendo y haciéndose dueños de su propio destino. La relación con su padre se fue perdiendo. Vivían en la misma casa pero sus vidas eran opuestas. Padre e hijos parecían extraños: no compartían palabras, cariño ni besos.

 

Una tarde el padre estaba en su habitación y miró a través de la ventana. Sus ojos se clavaron en un hombre que llevaba a su hijo en brazos. Iba jugando con él y le hacía carantoñas. El pequeño le abrazaba con fuerza y  besaba sus mejillas  con un cariño especial.

El cristal de la ventana mostró una realidad de la que había estado apartado durante años: El padre no sabía jugar. Por un momento pensó en la infancia de sus hijos y comenzó a llorar. Había desperdiciado todos esos años en conseguir una vida en la que ni siquiera había sido feliz.

En ese momento hubiera dado cualquier cosa por conseguir un beso y un abrazo como el que estaba viendo a través del cristal. Se habría cambiado por ese padre cuyo rostro denotaba felicidad completa.

Sentir, amar,  y jugar eran cosas que no había hecho nunca con sus hijos. Quizás era el momento de plantearse una nueva vida, nuevos valores y sentimientos  para él.

Quizás ahora era el mejor momento para comenzar una nueva vida….

 

 

                                                                                  By Chloe

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