Hoy nuestro post invitado nos llega de la pluma de Dalia Sthendal y su libro, «El estrés de la teta». Una madre soltera que cuenta su día a día en el dificil mundo de la maternidad. En su post de hoy la pregunta del millón: ¿ Por qué las madres no adelgazamos?
Hace algunos años, cuando estaba trabajando en una empresa una compañera nos contó una curiosa teoría de la que nos reímos en su tiempo, pero que hoy ha vuelto a mi memoria para recordarme que la pobre chica quizá tuviese razón.
Ella afirmaba que cuando las mujeres somos mamás comienzan a surgir los problemas y tareas, multiplicándose a nuestro alrededor como en la parábola de los panes y los peces, y muchas veces el verdadero problema es que nos creemos que somos super woman y no delegamos, con lo que al final vamos generando a lo largo del día tanta ansiendad que, al llegar a casa, solo puede ser calmada con kilos y kilos de chocolate, fritos, pan, chorizo o cualquier otra vianda, poco saludable por supuesto, que caiga en nuestras manos.
Hoy he sufrido en mis carnes esa maravillosa teoría. Para ser lunes prometía ser un día normal, exceptuando que Victoria ha estado toda la noche mala devolviendo, ha debido coger un virus de esos que están tan de moda ahora. El hecho de no dormir en toda la noche ya me provoca, como a la mayoría de las personas, un estado de “mala leche” que me puede durar varios días. He empezado el día moviendo cielo y tierra para intentar que me dieran cita en el médico antes de irme a trabajar, pero nada, ha sido imposible.
-Mamá, por favor, lleva a Victoria al médico de urgencias, a ver que te dicen.
-Será un virus de esos, como hay tanta mierda en las calles, y los que gobiernan no hacen nada, no me extrañaría que pronto encontrásemos ratas andando por las aceras.
Lo cierto es que en esta ocasión mi madre tenía toda la razón, pero dejando la limpieza de las calles para otro momento y siguiendo con la teoría del adelgazamiendo, he salido corriendo de casa sin darme tiempo a desayunar.
-Ya me compraré algo por el camino, pensé. Y lo único que he podido encontrar abierto a esas horas ha sido una tienda de bollería congelada y muffins, así que con la cabeza en otra parte, es decir, en Victoria, me he metido entre pecho y espalda uno de pepitas de chocolate.
Toda la mañana he estado esperando nerviosa la llamada de mi madre; afortunadamente lo de Victoria era un virus y me han dicho que estaría así durante tres días.
Al llegar la hora de la comida me he dado cuenta que con toda la trapisonda de esta mañana me había olvidado el tupper con mi ensalada de arroz en la nevera de casa, así que he tenido que bajar al bar de abajo a comprarme un bocadillo de tortilla, que era lo más económico.
Como he llegado tarde he tenido que recuperar las horas, con lo que mi estrés iba en aumento por tener que dejar más tiempo a Victoria con su abuela, eso sin contar que todo el día he estado pensando en ella y no he podido hacer ni la mitad de las cosas que tenía previstas.
He salido pitando y al llegar a casa Victoria estaba dormida, con lo que he aprovechado para ir al supermercado no sin antes pasar por la zona “hot” de la casa (dónde mi madre guarda todos los dulces) y aprovisionarme de varios trozos de turrón que habían sobrado en Navidad.
Ya en el super además de llenar el carro con cosas para Victoria (cereales, potitos, leche y cosas así) la he llenado de comida-basura, que parece que es lo que sienta mejor a mi cabeza.
En fin, acabo de llegar a casa y Victoria sigue durmiendo y a mí me espera una gran bolsa de conguitos frente al televisor. Eso sí, ¡¡¡mañana al gimnasio!!!
Creo que la teoría de mi compañera era cierta, o eso o mi fuerza de voluntad para no caer en la tentación es nula….